POST Nº 720
Hace unos meses impartí un curso, que me ilusionaba mucho, a un grupo de directores/as y jefes/as de departamentos de una importante institución pública. Yo estaba ilusionado, el tema me encantaba, y era una oportunidad para llegar a decisores públicos que después podrían aplicar estas pistas prácticas en sus proyectos participativos, que era de lo que trataba la formación. El objetivo del curso era ayudarlos a diseñar y gestionar esos proyectos.
Tengo muy claro que los participantes en una formación dictan sentencia. Si la evalúan mal es porque no estuvo bien, por mucho cariño que uno le haya puesto. Hay que aceptarlo sin excusas. Y los resultados obtenidos en este curso, según la evaluación que se hizo a posteriori, fueron frustrantes. Un aprobado triste (6.3/10), muy por debajo de mis expectativas y de las de los organizadores. Que fue mal es evidente si te dicen, con cariño, en la conversación que se produjo después, que «habitualmente nuestras valoraciones suelen tener mayor puntuación y mejores críticas». También yo, debo decirlo, consigo evaluaciones muy superiores a esta. De hecho, no recuerdo haber obtenido una nota tan baja en toda mi carrera como formador.
Saberlo me hizo sentir muy mal. Me quedó la sensación de que había sido un desastre, aunque ellos me dijeran que no me lo tomara así. Es verdad que se dio una mezcla de condicionantes que penalizaron los resultados y algunos no dependían de mí, pero mi actitud como formador es ser autocrítico y asumir la parte que me toca. Lo singular de este caso es que no se puede decir que hubo descuido en la preparación porque se trabajó mucho. Los organizadores se lo tomaron en serio, intercambiamos bastantes e-mails e hicimos videoconferencias para co-diseñar el taller. No fue falta de preparación, sino decisiones mal tomadas por ambas partes, pero sobre todo por mí.
No me es fácil hablar de esto. A nadie le gusta contar sus patinazos. Después de más de un año, sigo sin encajarlo bien, así que entrar en los detalles me hace recordarlo y sentirme peor. Pero este esfuerzo de reflexión, y también de documentarlo, no solo me sirve a mí para ordenar mis aprendizajes, sino también a quienes visitan este blog con ganas de llevarse algo de valor. Con esa actitud verás que no me fue tan difícil identificar los fallos que cometí. Intentaré resumir las lecciones aprendidas de esta experiencia, por si también te sirven a ti:
Menos es más
Este es un reto que siempre me cuesta resolver en el diseño formativo. Tiendo a querer contar mucho, a que no se deje fuera nada de lo que me parece interesante. He trabajado la participación de una manera muy exhaustiva, profundizando e investigando mucho en ella. Tengo bastante experiencia acumulada en proyectos, así que podría estar varias semanas hablando de esto. Para que te hagas una idea, en mi último libro presento ¡101 principios! de diseño de la participación. Y sé que a más especialista se vuelve uno de algo, más riesgo de ser demasiado exhaustivo en la gestión de los contenidos.
Ya me habían advertido de «cuidado con colapsar», y algo de eso pasó. Renunciar a contenidos que parecen relevantes es siempre doloroso, pero hay que hacerlo. Centrarse en unos pocos mensajes y habilidades, pero bien elegidas, es un principio básico de la formación eficaz. Pero… ¡¡mira que cuesta!!, sobre todo para los que somos curiosos y nos gusta lo que hacemos. Ajustar los contenidos a la duración disponible es absolutamente vital. Y en esto, seguir la consigna de «menos es más» es muy útil.
¿Trabajo por equipos o en plenario?
Adecuar la metodología pedagógica a la escala de participantes es una decisión difícil para el formador o formadora, pero es decisiva para conseguir buenos resultados. Esto se complica más cuando la asistencia final es cambiante y difícil de prever de antemano, como a menudo ocurre, por gente que se apunta y no asiste. Sobre este mal hábito, que llamé reservitis, hablé en otro post.
Trabajar por equipos está de moda, pero no siempre es el mejor formato, según los objetivos que se busquen. El número de participantes en este curso (28) era demasiado elevado, y la duración relativamente corta (4 horas) para la complejidad del tema. Con tantos asistentes lo lógico en un taller es distribuirlos por equipos, pero esto tiene sus desventajas, que muchas veces no se reconocen al optar por este formato: (a) se pierde tiempo tanto en la gestión logística como en la puesta en común de los resultados que después realiza cada equipo a los demás y que, según mi experiencia, son resúmenes que se hacen de prisa, y no suelen ser ni buenos ni fiables, (b) se pierde diversidad cuando solo escuchas la opinión de tus 5-7 compañeros de equipo, en lugar de acceder a lo que opina el conjunto de participantes, cuando se trabaja en plenario. Este problema se agrava cuando algunos participantes te confiesan que les tocó en su equipo compañeros/as «poco interesantes».
Por las dos razones antes apuntadas, en este curso decidí hacerlo en plenario, y me equivoqué. Esto hizo que yo tuviera un exceso de protagonismo, que el intercambio fuera demasiado radial, sobre-gestionado por mí. También que la gente interviniera menos porque comunicarse con casi 30 personas imponía más. Eran jefes y jefas, algunos con relaciones de subordinación entre ellos/as, y eso siempre genera cierto respeto y cautela al decidirse a hablar y/o querer hacerlo con honestidad.
El sitio y los horarios
Cualquier formador/a con experiencia sabe que estas dos variables son críticas. A mí me tocó la tormenta perfecta. Cuatro horas de tarde, después de una jornada agotadora de trabajo, y en un aula calurosa, con acústica deficiente y sillas incómodas. El espacio era estrecho y los participantes estaban algo apiñados. El aula fue valorada con un 6 de 10 en la encuesta de evaluación.
Siendo este un factor a considerar, no puede ser excusa. Por una parte, como formadores tenemos que ocuparnos previamente de verificar con los anfitriones las condiciones del espacio que se va a utilizar, y ser exigentes con esto. Hay que entrar en los detalles, cosa que yo no hice. Por la otra, si sabes que te toca lidiar con un horario tan desfavorable, lo suyo es aliviar el formato, hacerlo ameno y muy interactivo. En esto también fallé porque el intercambio radial conmigo supuso una actitud pasiva en unos participantes que ya venían cansados. Eso es mortal para un curso de 4 horas. Y una evidencia del error es que la «duración» fue de los factores peores evaluados, con un 5.6 sobre 10. Y no porque les pareciera que la sesión fue corta, algo que sería más tranquilizador, sino demasiado larga (el 72% la percibió así).
¿Transmitir mi conocimiento o que ellos aprendan entre sí?
Me vais a decir que esta pregunta plantea un dilema falso porque se puede aspirar a las dos cosas, y es cierto. Sin embargo, sigue siendo un reto decidir qué peso damos a lo uno y a lo otro en el diseño y la gestión de una formación. Me explico mejor. Al evaluar la satisfacción de los participantes en mis cursos me ha pasado de todo. Algunos me dicen que les hubiera gustado escucharme más, porque a eso venían, para aprender sobre lo que yo sé a partir de mi experiencia. Y otros, que echaron en falta más interacción con sus compañeros/as. A menudo no está claro qué es lo que buscan o prefieren al apuntarse. Yo tampoco consigo calibrarlo bien a veces.
En este curso di por sentado que, dado que había tan poco conocimiento previo sobre gestión de procesos participativos, hacía falta que dedicara un tiempo importante a explicar el marco y unos principios para adoptarlo. Esto me obligó a hablar más de lo que me gustaría, y fue un error. También falló el «menos es más» en la curación de los contenidos, que penalizó la calidad de la atención.
Comprender y gestionar muy bien el perfil de los participantes
Este punto es crítico. Hay que dedicar muchísimo tiempo, previo al diseño, a conversar sobre esto con los organizadores. No basta para nada con pedir una hoja Excel con datos de los inscritos. Hay que profundizar en los perfiles y, sobre todo, en las expectativas. Entender el contexto es esencial, para saber dónde enfatizar y en qué puntos tener más cuidado. A veces he ido de prisa con esto, pero este no es el caso, porque lo trabajamos bastante con el cliente. Sin embargo, otra vez, puede no ser suficiente para tomar buenas decisiones. Entro en los detalles.
Cuando los propios organizadores te avisan, como así fue (y pude comprobar preguntando), que algunos van a venir al curso muy motivados «pero otros por obligación», entonces se encienden las alarmas. Que unos jefes y jefas asistan obligados a un curso es una situación de partida desfavorable, pone al curso cuesta arriba, pero sé que es algo que a menudo se puede revertir. No debe ser excusa, pero sí un detalle muy a considerar en el diseño y, también, un sobreesfuerzo que hay que saber gestionar.
Para colmo, en este curso había una mezcla compleja (y delicada) de asistentes, y yo ya estaba avisado. Una parte mayoritaria tenía muy poca experiencia en la gestión de la participación, pero también había un grupo pequeño que se dedicaba precisamente a eso, a facilitar procesos de participación ciudadana. Para complicarlo más, esa mayoría estaba aparentemente interesada en introducir más participación en su gestión interna, mientras que lo que movía al grupo minoritario era cómo consolidar lo participativo hacia afuera de la institución. No es que esa diversidad fuera ingobernable, pero necesitaba un diseño más fino del que yo preví. Siento que fui iluso al creer que esa diferencia de expectativas era una oportunidad de complementarse entre sí que se daría de manera natural.
Además de gestionar mal esa diversidad (ya contaré por qué), debería haberme dado cuenta que juntar niveles de conocimiento y prioridades tan dispares en un mismo curso castigaría el resultado. No se puede satisfacer a la vez expectativas tan distintas, y esto es un clásico en la formación. A partir de esta experiencia no imparto más talleres dirigidos a la vez a estos dos colectivos: personas que buscan impulsar la participación dentro de las organizaciones y las que gestionan los procesos participativos ciudadanos. Y menos aún mezclar técnicos que se dedican profesionalmente a lo segundo con gestores/as sin experiencia, que se acercan a la participación por curiosidad. Esto, como comprobé, añade mucho ruido y demasiada complejidad.
Poner a raya el ego y la vanidad
A veces el ego o la vanidad del formador condicionan que aporte un verdadero valor a los participantes. El hecho que hubiera entre los asistentes, como ya comenté, un grupo pequeño de profesionales de la participación —algunos seguidos y respetados por mí, por los proyectos que habían liderado—, hizo que desplazara demasiado la atención hacia ellos. Me di cuenta después que tenía un deseo inconsciente de demostrarles lo que sabía y de que, a pesar de su experiencia, podían aprender cosas nuevas conmigo. Era un reto personal movido por la vanidad que terminó castigando mi desempeño. Lo curioso es que yo ya sabía de antemano que eso podía ocurrir, pero el ego es un bicho indisciplinado que a menudo ignora la razón.
Visto a toro pasado, me doy cuenta que el balance de prioridades fue absurdo. La mayoría esperaba un tipo de aprendizaje mientras que yo me centraba en el que interesaba a la minoría, y que básicamente no era la que necesitaba esa formación. En su lugar, el foco de los contenidos había que orientarlo a las personas que se acercaban a la participación sin creer mucho en ella o desconociéndola. Esto se agravó por el hecho de que esa minoría que sabía intervenía más, y yo les di alas para hacerlo, porque la incitaba con preguntas. Como resultado de eso, el relato se sesgó hacia la participación ciudadana, descuidando cómo gestionar la interna, que era lo que interesaba más al grueso de los asistentes.
Después se me quedó la cara de tonto al comprender que tampoco conseguí que los que ya sabían percibieran valor en lo entregado. A pesar de que sigo creyendo que tenía cosas valiosas e interesantes que contarles (pistas nuevas y/o relatadas de una manera diferente), y trabajé duro para conseguirlo, sé también por experiencia que ese suele ser un esfuerzo ingrato y los formadores casi siempre jugamos con desventaja cuando nos acercamos a los colectivos expertos. Es un clásico que quienes se dediquen a X, y sean grandes especialistas en eso, les parezca incómodo que venga alguien de fuera —que no tenga una marca personal mediática— a intentar mejorar X, o a dar recomendaciones sobre un asunto al que ya se dedican 7×24. A propósito de esto, recuerdo que en una de mis visitas a D-School, la escuela de Design Thinking de la Universidad de Stanford, me dijeron que los alumnos más difíciles (y a veces, más ingratos) que tenían en sus cursos eran precisamente los que venían de la Escuela de Diseño
Contenidos prácticos y aplicables a corto plazo
A pesar de que puse en el curso muchos ejemplos de proyectos participativos para inspirarlos, había que aterrizar eso en ejercicios que desarrollen habilidades. Ahondar en la filosofía y la cultura es importante, pero invertir en habilidades siempre mejora el grado de satisfacción en una actividad formativa. Esto es aún más importante cuando hay una brecha tan grande entre la inspiración y la capacidad de implementar esas soluciones. En la pregunta abierta de la encuesta, me dolió leer en algunos participantes que «lo aprendido no tenía aplicación en su día a día». Primero me sorprendió y me puso a la defensiva. Después, traté de entenderlo y admití que los contenidos no solo deben ser prácticos para mí sino también deben serlo (y parecerlo) para ellos
La transferencia del conocimiento al puesto de trabajo, que es un propósito clave de la formación que doy en empresas y organizaciones públicas, depende mucho del desarrollo de habilidades. Lo sabía pero no lo estaba integrando en mi praxis de estos cursos como debía. A raíz de esta experiencia, me puse a trabajar en un nuevo formato de taller que aborda casos o situaciones concretas que se dan en la participación, y que plantean dilemas a las personas gestoras. Creo mucho en el aprendizaje basado en dilemas, porque estos se mueven en la frontera del conocimiento más útil y práctico.
Implicar a los participantes en el diseño del curso
Ese sería el escenario ideal. Ayuda mucho implicar a los futuros participantes en el co-diseño del taller, pero esto plantea un reto operativo difícil de resolver. A menudo, si están ocupados, participan poco en la tarea. Es difícil implicarlos en ese co-diseño previo. Se reciben pocas respuestas y tardías, como así nos ocurrió. De todos modos, siempre que se pueda, hay que intentarlo.
Sesgo de respuesta
Cuando aplicas una encuesta de satisfacción para evaluar un curso, y consigues ratios de respuesta relativamente bajos, siempre te preguntas cuánto habría cambiado el resultado si la hubieran respondido todos. Es difícil determinar si la participación del resto habría mejorado o empeorado los resultados. En este taller solo contestó la encuesta el 54%, que es un dato que puede tener cierta validez aunque se debe interpretar con cautela. Si la muestra que finalmente respondió no es representativa de todo el grupo, porque hubo algún sesgo de respuesta, entonces la evaluación puede llevarnos a conclusiones incorrectas.
En este caso es difícil saber lo que pensaba el 46% que no respondió. La teoría dice que las personas que no tienen opiniones fuertes (ni encantados ni disgustados) son las menos interesadas en participar, y eso hace que estén sub-reprentadas en los resultados. Y si asumimos que los que no respondieron estaban moderadamente satisfechos, creo que esto hubiera «suavizado» las puntuaciones extremas, acercando la media al grado de satisfacción real. Y no me meto en este lío para buscar excusas al mal resultado, sino para hacer ver lo importante que es conseguir ratios altas de respuesta en estas encuestas. Hay un riesgo real de distorsionar la evaluación si esto no se cuida. Por eso se deben generar recordatorios, simplificar el formato del cuestionario y activar incentivos para aumentar el número de personas que responden.
Más estadísticas de la encuesta
Por contar la película completa, añado algunos datos más que arrojó la encuesta, por si consigues ver detalles que yo no he visto o comentado:
- Grado en que se consiguieron los objetivos: 5.8
- Grado en que los objetivos estaban adaptados las necesidades: 5.7
- Conocimiento de la materia por el formador: 8.4
- Claridad de sus aportaciones: 7.4
- Grado en que mantuvo el interés durante la sesión: 6.4
- La acción satisfizo las expectativas: 6.1
- Los contenidos son aplicables a mi trabajo: 6.0
- Valoración global de la acción: 6.3
Antes de terminar, me gustaría añadir dos observaciones más. Primero, lo mucho que me he acordado de David Barreda, y su libro «El formador 5.0», que tuve el gusto de reseñar en esta casa. Varias de las cosas que cuenta él en su libro son fallos que yo cometí. Aprovecho para recomendar su manual. Segundo, que la motivación principal que me mueve a escribir un post tan detallado (y autocrítico) como este es abrir una conversación con formadores y facilitadoras con experiencia en la gestión de talleres, para que comenten aquí algunos de los fallos y dilemas que he descrito y que nos cuenten cómo los resuelven. También sus enfoques y diseños alternativos. Me encantará leerte, ¡¡anímate!!
NOTA: La imagen es de Matheus Bertelli en Pexels.com. Si te ha gustado el post, puedes suscribirte para recibir en tu buzón las siguientes entradas de este blog. Para eso solo tienes que introducir tu dirección de correo electrónico en el recuadro de «suscríbete a este blog” que aparece a continuación. También puedes seguirme en la red social Bluesky o visitar mi otro blog: Blog de Inteligencia Colectiva. Asimismo, aquí tienes más información sobre mi último libro.
La entrada Lo que aprendí de dar un curso de formación que no salió como esperaba se publicó primero en Amalio Rey | Blog de innovación con una mirada humanista.