El inmovilismo en educación es desesperante, pero es un error pretender cargarse todo en plan elefante en cacharrería. Las mejores soluciones, también en educación, son una combinación de novedad y tradición, porque los dogmas no se pueden corregir con dogmas, pasando de un maniqueísmo a otro.
En mi opinión, se hace a menudo una caricatura grotesca de la educación tradicional. También de las propuestas innovadoras, todo hay que decirlo. En cualquier caso, es simplificador poner a pelear, desde una lógica totalmente excluyente, la “nueva” con la “vieja” pedagogía. Es cierto que hay atributos irreconciliables que obligan a elegir, pero hay otros que permiten una síntesis muy rica que aproveche lo mejor de cada una.
Comentando en Facebook esta interesante entrevista al profesor Alberto Royo, ya me dieron de collejas por pedir que seamos más contenidos en la euforia hacia las tendencias disruptivas en educación. En ese debate estuve de acuerdo en que atacar sin criterio las nuevas tendencias educativas es tan absurdo como menospreciar la educación tradicional. Pero recuerdo que Guillermo de Paz me dijo esto: “Amalio, te tengo que confesar que me he quedado un poco anonadado con que defiendas las “prácticas educativas más auténticas” y me preguntaba a qué me refería con eso. Después, llegamos ambos a la conclusión que esa autenticidad significa entender qué es realmente lo esencial (sin florituras) y cuáles son las raíces más genuinas sobre las que hay que cimentar el andamiaje educativo.
Antes de seguir, reconozco que hablar de educación en general es arriesgado. No daría las mismas recomendaciones para la educación en primaria y secundaria, e incluso en el bachillerato, que en la universidad. La aptitud que tiene el alumnado para elegir con más criterio entre opciones, y por tanto el grado en que podemos empoderarlos, cambia mucho con la madurez.
Así que va siendo hora de que explique con más detalle qué es lo que yo creo que se debe y puede aprovechar de la (buena) educación tradicional, y por lo tanto no hay que rechazar, ni devaluar, en los nuevos modelos educativos. Como “predicar el cambio es más rentable que defender el statu quo” (Lucy Kellaway), voy a intentar ponerme del lado menos cool de la tostada, el de reivindicar cosas que ya se hacen bien y que no deberíamos dejar fuera de la ecuación educativa del futuro:
1. Cultivar el conocimiento:
Me niego a unirme al coro que ahora desprecia la importancia del conocimiento, que sigue siendo una pieza clave para completar el puzle que modela lo que somos y lo que hacemos. El conocimiento es la materia prima que alimenta el horno de las competencias. Por ejemplo, a la hora de decidir, las competencias lo que hacen es procesar una mezcla de conocimientos (conceptos, datos, hechos, etc.) con herramientas y algoritmos de decisión. Estos últimos también, en buena medida, se fundan en teorías que podríamos considerar en su sentido amplio como conocimientos también. Por supuesto que hay que poner ese conocimiento en acción, enfrentarlo a situaciones reales para activarlo y dotarlo de sentido, pero también hay que dedicar tiempo (y esfuerzo) a nutrir la despensa de esa materia prima. Las teorías y metodologías son un buen ejemplo de eso. Primero las entiendes, a veces incluso tienes que memorizar los conceptos hasta que te acuerdas de ellos sin tener que leerlos y así los incorporas a tu equipaje de viaje. Solo entonces los usas para filtrar la realidad. Sin ese equipaje, sin conceptos, ni conocimientos históricos, ni marcos abstractos de referencia, la gente se vuelve superficial, incluso ignorante, al opinar sobre cosas, o al tomar decisiones. Sin ir muy lejos, la falta de pensamiento crítico obedece en parte a la carencia de un andamiaje conceptual y metodológico (construido desde el conocimiento, pero después practicado en proyectos) que permita comprender que hay mucha vida antes y después de las herramientas.
2. Entrenar la memoria:
Este punto tiene que ver con el anterior. Es fácil reducir la crítica a la educación a un mero ejercicio de memorización, pero incorporar el conocimiento al algoritmo del razonamiento demanda dos cosas: 1) recordar las piezas, 2) combinarlas desde una mente entrenada para pensar bien. Yo mismo me doy cuenta de que olvidar piezas de conocimiento castiga mi eficacia para pensar, de llegar a buenas conclusiones o expresarme de un modo más persuasivo. Sin embargo, entrenar la memoria es una habilidad importante que se devalúa desde la nueva pedagogía. El argumento es que para eso tienes a Google para acceder de inmediato a lo que te haga falta en su función de “memoria transitiva”, pero nunca es lo mismo. Tirando de metáfora, un disco duro lento o que mezcle los ficheros de forma desordenada perjudica la eficacia de un ordenador.
No digo que tengamos que poner a memorizar como tontos a los alumnos en las clases, o a repetir por escrito una frase mil veces como se hacía en la (mala) vieja escuela, pero sí que en algún momento hay que dedicar tiempo a memorizar conceptos, para que estos se incorporen al almacén que cada uno lleva en su cabeza y del que echamos mano para construir argumentos. Vale, vale, ese conocimiento está ahí, en “la nube”, pero nunca será lo mismo que si está en tu cabeza. Incluso en el hipotético escenario de llegáramos a tener un Google insertado en la cabeza que nos permita un acceso instantáneo a un almacén infinito de datos y conceptos, me seguirá pareciendo una cuestión de dignidad y de sentido de autonomía, no depender tanto de las máquinas. Como dice uno de mis proverbios favoritos: “solo es realmente tuyo lo que puedes salvar en un naufragio”.
3. Potenciar y enriquecer la figura del maestro o maestra:
La importancia que sigue teniendo el maestro o maestra en el proceso educativo vale para todas las enseñanzas, incluida la universidad. La inspiración y sabiduría que puede transmitir su figura es impagable en la trayectoria de cualquier persona. Pero no confundamos la maestría con el paternalismo, ni la asimetría de saberes con la obediencia. Un buen maestro o una buena profesora deja huella porque es la parte más humana que no aporta la tecnología. Eso no se transmite, ni de coña, con trabajo autodidacta, ni e-learning. Ya lo decía el gran Stephen Hawking: “Para que cada mente desarrolle su máximo potencial, se necesita una chispa, la chispa que encienda el ansia de investigar, la chispa de la emoción y la pasión. Todas esas chispas vienen de un maestro“.
El buen maestro o profesora sigue siendo una fuente de conocimientos y experiencia insustituible y complementario al que puede vivir el alumnado por su cuenta a través de proyectos. Tenemos que aprovechar la tecnología y explorar nuevas estrategias de empoderamiento a los alumnos, pero el liderazgo y la autoridad del profesor es indiscutible. Es un liderazgo facilitador que inspira, orienta, canaliza y ayuda. Y eso me lleva a otra característica de la buena educación tradicional que debemos recuperar: el amplio margen de libertad que tenía el maestro o la profesora de antes para construir su propio relato, flexibilizar contenidos e imprimir su sello personal en la agenda educativa que seguía en el aula; lo que hacía la labor docente un ejercicio más creativo y divertido, en vez del corsé metodológico asfixiante en que se ha convertido hoy.
Lo paradójico de todo esto es que algunas de las tendencias innovadoras en educación pretenden en teoría recuperar esa flexibilidad, pero en mi opinión, eso no se consigue obcecándose con metodologías uniformes sino desplazando el centro de gravedad de la iniciativa hacia la maestra o el profesor. En ese contexto interviene un factor relevante, el de dar tiempo para los afectos y cuidados, la atención artesanal, como activadores y “motivadores” del aprendizaje personalizado. Eso es algo que hacía bien la buena vieja escuela.
4. Reconocer, en su justa medida, la cultura del esfuerzo:
Ya hablé largamente de esto en este post, que trajo polémica, pero me parece un tema tan importante y plagado de falsa retórica moderna, que me tengo que repetir: una educación integral no puede prescindir del esfuerzo. El aprendiz a veces tiene que hacer cosas que no le gustan. Todo no puede ser festivo, ni lúdico. Tampoco es bueno exigir esfuerzo sin argumentos o de forma coercitiva. Lo que hay que hacer es fomentar el “esfuerzo motivado”, o sea, el que asume e interioriza el alumnado porque llega a entender que (y por qué) es bueno para él o ella. Sé muy bien que el esfuerzo imprime carácter. También que en la escuela, o en el aprendizaje, hay momentos duros que no tienen por qué ser necesariamente agradables. Y cuidado con hacer una lectura interesada, o extrema, de lo que estoy diciendo porque en ningún caso propongo una educación basada en el castigo, donde no quepa el placer.
Hay que defender y proteger los “derechos” pero también tenemos que hablar de “deberes”. La educación sin deberes es un despropósito, un oxímoron. Hay un elemento que a menudo se olvida por parte de los defensores del autoaprendizaje liberal y es el papel de la educación formal en el desarrollo de hábitos y de disciplina, sobre todo en los menores (pero tampoco lo subestimemos durante la carrera universitaria). Podíamos entrar en un espiral de discusión sobre si la disciplina, el orden y la responsabilidad son atributos necesarios que debe fomentar la educación. Yo eso lo tengo muy claro. Mi respuesta es SÍ. Por supuesto que no es la escuela el único sitio donde esos hábitos se construyen, pero es el único en donde la sociedad puede actuar con legitimidad y equidad sobre todo/as. El orden y la disciplina no significan cultivar la obediencia ciega o el conformismo. A mí nadie me escuchará recomendando ningún tipo de “domesticación”. Estoy hablando de consolidar hábitos organizativos y un sentido de la responsabilidad (tan importantes para la vida en sociedad) que solo se transmite a través de pautas de comportamiento estructurados. Eso, si se hace bien, suele empezar por una sistemática dictada desde afuera, que moviliza inicialmente desde factores extrínsecos (“el profe ha puesto esta tarea”, “la maestra exige puntualidad”, etc.), pero que a medida que se convierte en hábito, se traslada a patrones más intrínsecos de autogestión.
5. No renunciar a las evaluaciones:
Soy el primero al que no le gusta que todo el proceso de aprendizaje se diseñe en torno a unos test de “control de calidad” que se aplican al alumnado como si fuera un producto que sale de una línea de producción. Sin embargo, sí que me parece necesario diseñar dispositivos que permitan evaluar y medir los progresos con cierta sistematicidad. No sé si llamarlos “exámenes“, porque es un palabro viciado, pero hay que hacer altos en el camino, establecer hitos, y exigir entregables. Una parte del alumnado tiene la suerte (por haber cultivado el hábito desde casa) de moverse por motivaciones intrínsecas, pero es ingenuo no reconocer que otra parte no tiene esos hábitos, y necesita algún mecanismo externo que les exija. Por supuesto que podemos introducir mecanismos mixtos que apuesten también por lógicas de autoevaluación. Hay mucho que innovar ahí. Pero soy partidario de que cohabiten esos dispositivos con momentos puntuales en los que el alumnado tenga que verse obligado a repasar, integrar y comprobar lo aprendido. Otra discusión bien distinta es cómo se diseñan esos “exámenes” para que sirvan realmente para el aprendizaje, pero mecanismos de evaluación externa siempre debería haberlos. No renunciaría tan de prisa a ellos, como algunas corrientes innovadoras defienden.
6. Recuperar a la escuela como un espacio físico con una connotación especial:
Se habla mucho de la educación informal fuera del aula, y de que la escuela como espacio físico pierde todo su sentido. Yo no pienso lo mismo. Para mí la escuela sigue siendo un espacio en el que ocurren, y pueden ocurrir, cosas únicas. Bien concebido, es de los pocos sitios donde se puede practicar y ejercer a plenitud la igualdad de oportunidades. Es de los pocos lugares donde la sociedad como entidad organizada puede todavía regular, e influir en, qué hacen niño/as y jóvenes, fuera de las grandes diferencias que se producen en los hogares. Es un sitio que genera y construye equidad, una cierta uniformización que más que verla como algo negativo, me parece saludable como pegamento social.
7. Aprender por aprender:
Esa obsesión moderna, y tan capitalista, de preguntarse constantemente: ¿para qué sirve esto? ¿qué utilidad práctica e inmediata tiene aprender sobre…? es algo que la vieja (buena) educación no se planteaba tanto. El Aprendizaje basado en Proyectos (AbP) es una buena idea porque intenta impulsar el aprendizaje significativo, que es algo con lo que estoy muy a favor. Pero no es la única forma de aprender, y según cómo se enfoque, puede llegar a ser demasiado productivista o finalista. Cae a menudo en una exaltación de lo práctico que es poco edificante para una educación que debería ser más integral. Despreciar lo (supuestamente) inútil nos lleva a rechazar la persecución de los por qué, el disfrute de entender por entender, o el dejarse llevar de la indagación socrática. Y, por cierto, el AbP no es un invento original de la nueva pedagogía. Los buenos maestros de antes también articulaban proyectos en el aprendizaje de sus alumno/as. Yo recuerdo haber hecho muchos en mi educación primaria y secundaria. Las nuevas tecnologías han facilitado el trabajo en equipo, que es una capa de valor que añade lo contemporáneo, pero es algo que tampoco está desligado por definición de la buena pedagogía tradicional.
8. Más foco en lo esencial, menos dispersión:
El punto anterior me lleva también a pedir que se recupere el placer de la pausa, la cadencia, la paciencia, que es algo que “la nueva pedagogía” parece a veces descuidar. La educación de antes respetaba eso. La escuela, e incluso más la universidad, deberían contribuir a poner freno a tanta hiperactividad y al “pensamiento rápido” que se nos traslada (e impone) desde la vida digital. Hay una sobreexcitación que, a mi entender, no es buena y que terminaremos pagando de alguna manera. Así que me gustaría que fuéramos capaces de recuperar de algún modo, aunque sea abriendo ventanas temporales, esos momentos de pausa y paladeo que se vivían en la buena escuela o academia tradicional. Dejar de abrumarnos con tantas señales, activar mecanismos de aprendizaje que favorezcan la atención, la concentración y el foco, y que primen la calidad de la experiencia por encima de la cantidad de cosas aprendidas.
9. Reinventar el acceso y placer por los libros:
Estoy totalmente de acuerdo con que los “libros de texto” son un concepto obsoleto, que deberíamos ir dejando atrás. Pero no así los libros, incluso en el formato que los hemos conocido siempre. La educación tiene que hacer algo para conseguir la lectura (dirigida, acompañada) de libros indispensables, como se hacía antes. Los libros aportan algo que no se consigue a través del bocado breve y efímero de Internet. La lectura larga conecta con la digestión serena y el disfrute autotélico, sin un objetivo utilitarista. Pasar por esa experiencia de forma sistemática nos prepara mejor para la vida. Es un formato al que no se puede renunciar. Los libros producen sosiego. Por ejemplo, ahora cualquiera puede acceder a la gran literatura (por ejemplo, la poesía), a las complejidades de la historia, a los dilemas de la filosofía, pero alguien debe orientar, estimular e incluso, exigir, que eso se haga.