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Daniel Blake y la deshumanización de lo público (post-539)

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No suelo ver películas en los aviones, pero en el vuelo de hoy a Nueva York (donde estoy ya) me dio por trastear en la lista de estrenos y tropecé de pura casualidad con un film tremendo, que me dejó destrozado. A tal punto que me he puesto a escribir este post del tirón. Se trata de “Yo, Daniel Blake”, la última película del director británico Ken Loach. Ni siquiera sabía que existía, y menos que se había estrenado en el Festival de Cannes del año pasado alzándose con la Palma de Oro.

El viejo Ken Loach, un narrador sobrio y penetrante de la vida cotidiana, casi siempre de los perdedores que escupe el sistema, sabe tocar la fibra sensible. Ha hecho una película directa, sin florituras. Simple, que no simplista. Un puñetazo al mentón. Al menos al mío.

Daniel Blake, Dan, un trabajador de 59 años, sufrió un ataque al corazón que lo dejó incapacitado y le obligó a tener que bregar de la forma más cruel con la maraña administrativa del sistema público de protección social británico. Todo empieza con una carta que el pobre hombre recibió en el que se le informaba que no tenía derecho a “subsidio por incapacidad laboral” porque en la evaluación que le hicieron obtenía 12 puntos en lugar de los 15 exigidos como mínimo para recibirlo. A pesar de que los doctores que lo atendieron le prohibían trabajar por su situación cardiaca grave, la evaluación oficial decía otra cosa, así que la burocracia del evaluador importaba más que el criterio de sus médicos.

Las situaciones por las que pasa Dan para intentar sortear los laberintos burocráticos con los que se topa me hicieron recordar un tema muy actual, el de la deshumanización de los servicios públicos. No hace mucho hablábamos de esto en una formación que estoy dando a innovadores de la Administración. La película destapa absurdos que, lamentablemente, no nos quedan muy lejos, como formularios que no se entienden, contestadores automáticos de pago que tardan más que un partido de futbol (literal) para responder a una consulta, un sistema que no escucha a las personas, y una tecnocracia burocratizada sin la más mínima vocación pública. Y lo que es peor, un sistema que se pisa y boicotea a sí mismo porque desconfía de todo, y de todos.

Trata también de la exclusión social que genera la brecha digital. La escena del pobre hombre intentando rellenar un formulario por internet es antológica. Se vuelve loco con el cursor, la barra espaciadora y los constantes mensajes de error. Blake reconoce ser capaz de “reparar cualquier cosa excepto computadoras” y en su frustración intenta buscar vías alternativas para sortear el trámite, pero el guardia de seguridad de la oficina de empleo y seguridad social le conmina a buscarse la vida con un taxativo: “Somos digitales por defecto“, y se queda tan pancho.

Daniel Blake era un tío con carácter, un terco adorable. Un justiciero que se atrevía en su desesperación a exigirle a los funcionarios que hicieran el trabajo por el que los contribuyentes les pagan. Un hombre vital e íntegro que, a pesar de la debilidad con que lo dejó la enfermedad, estaba dispuesto a plantar batalla:  “escogieron al tipo equivocado si creen que me rendiré”.

El sistema le obliga a buscar trabajos que no existen, o que no puede aceptar. Le empuja a una farsa de recogida de firmas para aparentar. En un curso de currículos para desempleados, el formador repite una y otra vez que “deben resaltar entre la multitud“, o sea, competir unos contra los otros, porque eso es “estar en el mundo real“. Nada de colaborar, ni explorar estrategias compartidas. Pero Dan se resiste a todo eso porque, en su dignidad, está convencido de que: si no te respetas a ti mismo, estas acabado“.

Una película dura que describe los laberintos de un sistema que desprecia la igualdad de oportunidades y alimenta el círculo vicioso de la pobreza que genera más pobreza. En un diálogo con un funcionario le advierte que pedir el subsidio “no es su elección” sino el resultado de no tener más fuentes de ingreso debido a su enfermedad. A su amiga Katie, madre de dos hijos que se queda sin ayuda pública, le recuerda que su hambre no es su culpa, y que no tiene que avergonzarse de eso.

El filme, a pesar de su dureza, nos regala momentos de optimismo cuando entre tanta burocracia fría, aparecen algunas personas cálidas y humanas que se preocupan de verdad de prestar un buen servicio a pesar de las reprimendas de sus jefes. También hermosos ejemplos de solidaridad entre la gente que no tiene nada.     

Dan pagó puntualmente sus impuestos durante su larga vida laboral, pero a pesar de ello, el Estado lo mató. Él mismo se definía así en la carta que leyeron en su funeral: Yo, Daniel Blake, no soy un cliente, ni un usuario, ni un número. Soy un ciudadano. Nada más, y nada menos“.

Si no has visto la película, no te la pierdas. Te vas a cabrear, pero quizás por eso también valga la pena. Hay que cabrearse antes de que estos relatos se conviertan en una premonición de lo que nos espera. Y perdón por el spoiler 🙁

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