Ayer participé en la inauguración del taller internacional “Inteligencia Colectiva para la Democracia” en Medialab Prado. Este proyecto reunirá durante quince días a ocho equipos multidisciplinares seleccionados de distintos países para realizar prototipos de soluciones que ayuden a mejorar la democracia y la participación ciudadana. Soy fan total de Medialab Prado, un espacio de experimentación que impulsa laboratorios y grupos de trabajo en torno a la cultura digital. Si no existiera, había que inventarlo, porque es un soplo de aire fresco y una inspiración para los que creemos que se pueden hacer las cosas de manera distinta. Así que me encantó que me invitaran a allí a hablar de lo que más me gusta, de inteligencia colectiva.
Como ya he contado en mi blog de inteligencia colectiva, el foco de mi investigación (y del libro que estoy escribiendo) es intentar responder a estas preguntas: ¿Qué explica que algunos proyectos participativos funcionen mejor que otros? ¿Hay patrones en ese comportamiento colectivo que nos sirvan para diseñar mejor las iniciativas participativas? ¿Existe una serie de principios de diseño que permiten amplificar la Inteligencia Colectiva para que sea viable a gran escala? Agradezco a Medialab Prado que me diera la oportunidad de poner más atención en la dimensión política de todo esto.
Resumo aquí algunas ideas de cómo veo la relación entre diseño y democracia, que pasa por concebir mejores arquitecturas participativas:
¿“Inteligencia colectiva para la democracia”?:
Aplicar la Inteligencia Colectiva a la Democracia significa, para mí, articular mecanismos participativos y legítimos que den más poder a la ciudadanía a través de procesos que permitan razonar, aprender, crear, resolver problemas o tomar decisiones en grupos a gran escala.
El desafío del escalado:
El escalado de los grupos (a decenas y cientos de miles de personas) aumenta enormemente los costes de coordinación e introduce una complejidad añadida al de por sí complicado proceso de deliberación y acción colectiva. Por ejemplo, no habrá democracia deliberativa (o directa) si no se aborda este reto del escalado para que los procesos de deliberación y decisión sean más eficaces de lo que son hoy.
El problema micro-marco y los sistemas emergentes:
Los sociólogos llaman “problema micro-macro” al desafío que implica para el análisis pasar del individuo o de grupos pequeños a las multitudes. Esa transición no se explica bien desde el individualismo metodológico que reduce el comportamiento colectivo a una simple amplificación sumatoria de impulsos individuales. Por eso no quiero parecer determinista con el diseño. Sé que hay una parte impredecible en lo colectivo asociada con la elevada complejidad de los sistemas emergentes que no se puede controlar, ni gestionar. Aunque intuyo que también hay diseño en la emergencia, es difícil de codificar. Digamos que es un “diseño natural”, a menudo bioinspirado. Se está avanzando en descifrar los códigos que subyacen en esos diseños y un ejemplo bien conocido de esto puede ser la Estigmergía. Percibo oportunidades para el rediseño de contextos (políticos) que introduzcan “trazas estigmérgicas” que sirvan como mecanismo implícito de coordinación.
La aportación del diseño:
Reconocida esa parte misteriosa que no vamos a poder domesticar, hay una serie de factores sobre los que sí podemos influir para que los resultados de la democracia deliberativa mejoren, y uno de ellos es incidir en el diseño de las arquitecturas participativas en las que basamos la interacción política a gran escala. Hablo en términos de probabilidades, es decir, que un buen diseño de interacciones aumenta bastante las probabilidades de que los proyectos participativos vayan bien.
La espontaneidad en los procesos colectivos a gran escala está sobrevalorada:
Hay más diseño premeditado que caos en la Wikipedia. Es cierto que es un diseño iterativo y basado en la experiencia, pero su éxito se explica sobre todo porque sus impulsores fueron capaces de construir una arquitectura de la participación bien pensada. El papel del diseño, en palabras de Alexander White, es “crear orden dentro del caos”, y éste es un imperativo que tenemos los que creemos en la democracia deliberativa. Tom Atlee habla de “inteligencia colectiva estructural” para referirse a esos códigos de diseño embebidos en los sistemas que permiten que la inteligencia colectiva funcione “por defecto”, o sea, de un modo natural. Eso tiene una gran ventaja: minimiza el uso de energía que se necesita para gestionar nuestra parte más colectiva.
El diseño es ideología:
¿Pero de qué orden hablamos? A ver si lo consigo decir bien claro: ¡¡hay mucha ideología en el diseño!! Esa pretensión tecnocrática (y a menudo interesada) de que el diseño sigue un enfoque neutral de las cosas, como si hubiera un único paradigma para filtrar la realidad, es un gran embuste. Más aún si queremos usarlo para articular sistemas políticos de interacción colectiva. El diseño moldea comportamientos. Por ejemplo, los sesgos ideológicos de un diseño pueden hacer que el espacio colectivo capte más unos tipos de participantes que otros, que sea más incluyente o excluyente, que estimule comportamientos colaborativos o competitivos (por ejemplo, el abuso de los rankings) o que se conforme con una especie de “autocracia consultiva” (democracia de opinión pero no de decisión) en vez de una participación radical llevada hasta sus últimas consecuencias.
Simplicidad:
Cuesta un horror defender la simplicidad en entornos donde se adora la complejidad por sí misma. El frikismo tecnológico tiene su análogo en política. Hay mucho activismo friki. Gente con buenas intenciones pero a la que le cuesta sentir y pensar como el vulgo. Facebook y Twitter triunfan porque son simples. El primero más que el segundo precisamente por eso. Desde el punto de vista del diseño, tengo claro esta máxima: “Reglas simples permiten comportamientos complejos”. Si complicas en exceso el diseño político elevas demasiado los costes de participar y eso irá en detrimento de la igualdad de oportunidades. Terminarás creando un dispositivo-para-frikis, de los tantos que hay, en los que nos tendrán muy entretenidos mientras el futuro del poder se sigue jugando en espacios “vulgares” como Facebook. Pierre Levy habló algo de esto en su intervención, pero merece un post aparte.
Un error del diseño de la democracia:
Devolver poder a la ciudadanía exige un rediseño inteligente de los mecanismos de deliberación y decisión, entre otras cosas. Un problema que tenemos es que el diseño de la democracia actual es demasiado simplón porque abusa de la “Regla de la mayoría” que, como estamos viendo en los últimos referéndums, sólo sirve para generar más polarización. Dije antes que había que apelar a la simplicidad, y ahora que tenemos un diseño democrático demasiado simple. Pues creo que hay un espacio intermedio por explorar y explotar. Parte del desafío de diseño que tenemos es concebir de forma creativa nuevos mecanismos correctores a esa simplificación como el derecho al veto de minorías, la elección aleatoria, los sistemas rotativos, la democracia líquida, etc.
Mi ecuación de la inteligencia colectiva:
El diseño de estas “arquitecturas participativas” (me encanta llamarlas así porque enfatizan la dimensión estratégica del reto) debe plantearse, como mínimo, cuatro objetivos (mis variables de la ecuación): a) eficacia, b) eficiencia, c) proceso autotélico, d) legitimidad. Que cada uno pondere o relativice la importancia de estas variables como quiera, pero las cuatro importan y son necesarias para que la experiencia colectiva sea satisfactoria. La eficacia es necesaria si queremos impacto y satisfacer expectativas. La eficiencia hace que los mecanismos sean viables y no terminemos frustrados. Los procesos hay que mimarlos para que se valoren y disfruten en sí mismos, y de ahí que tome prestado al gran Csikszentmihalyi lo de “autotélico”. Y la legitimidad entraña la parte más política de la ecuación, porque la gente tendrá que percibir el mecanismo como válido y justo.
El reto de la eficiencia:
Los procesos participativos actuales son demasiado lentos e ineficientes. Sin embargo, “eficiencia” se ha convertido en una palabra tabú en los colectivos que impulsamos procesos participativos, y en buena medida lo comprendo si el objetivo fuera (solo) construir comunidades a pequeña escala. Pero si queremos hablar de democracia política con una verdadera capacidad de incidencia, vamos a tener que gestionar con más cariño la eficiencia, que yo no la entiendo para nada desde la lógica productivista, sino desde el paradigma de lo saludable y sostenible. Cuando abogo por procesos más eficientes no me refiero necesariamente a “hacer más con lo mismo”, sino a minimizar el desgaste evitable, el “coste evitable”. Me consta que los procesos colectivos tienen su propio timing, que se va mucho más despacio acompañado que solo, que la construcción colectiva necesita de un cocido a fuego lento, pero también que la paciencia tiene un límite. Si queremos subir mucha gente al barco (requisito imprescindible para tener impacto político transformador), vamos a tener que hacer mucho más por la eficiencia colectiva, y el diseño tiene respuestas para eso.
Derechos y deberes embebidos en el diseño:
El diseño de arquitecturas participativas debe embeber principios de educación cívica de la co-responsabilidad para promover la proactividad y minimizar los comportamientos de free-rider o polizón. Me gustaría insistir que la apropiación colectiva de la política por la ciudadanía exige un adecuado equilibrio entre derechos y deberes. Son tan importantes los primeros como los segundos. La “tragedia de los comunes” de Garrett Hardin deja de serlo cuando se introducen buenas pautas de diseño (normas) de interacción colectiva, que integran los deberes dentro de la ecuación social. Este es un tema, por ejemplo, en el que falla mucho la izquierda, pero eso lo dejamos para otra entrada
La “igualdad de oportunidades” como una prioridad del “diseño democrático”:
Hay muchísimo que hacer en este sentido. Lo que propongo es que nos inspiremos en principios del “diseño universal” para mejorar los mecanismos de participación colectiva. Esta parte del diseño tiene una dimensión política (ideológica) enorme. Si dejamos la articulación de estos mecanismos en manos del despotismo ilustrado (también presente en la peña progresista), entonces ni hablar de acción política con impacto a gran escala.
Poner orden contribuye a la equidad:
Al contrario de lo que muchos piensan, los espacios participativos sin normas, que dejan todo a la espontaneidad, terminan favoreciendo a los más fuertes, que navegan con ventaja en entornos desregulados. Es lo mismo que ocurre en economía con las políticas neoliberales. Ya sabemos: “A río revuelto, ganancia de pescadores”. Un ejemplo sencillo: si pones un límite máximo de 2 minutos a las intervenciones en una asamblea, introduces un mecanismo que favorece (“por diseño”) la igualdad de oportunidades. Si el diseño está claro, el “facilitador” se convierte en un vigilante del cumplimiento de esa arquitectura, que nadie puede saltarse. Esto es equidad ante las normas, que es muy saludable para la democracia.
Metadiseño:
Claro, si el poder se traslada a las pautas de diseño, entonces hay que prestar mucha atención al “meta-diseño”, o sea, al procedimiento colectivo utilizado para fijar esas pautas.
Liderazgos visibles:
Otro mito que quiero desmontar es este: Los liderazgos no están reñidos con lo participativo. Que nadie se engañe: ¡¡siempre habrán liderazgos!! Esto funciona como la energía. No desaparece, se transforma. Es algo consustancial con los colectivos humanos. Por supuesto que pueden darse explosiones sociales espontáneas y procesos estigmergicos, pero su articulación posterior en una solución permanente y sostenible necesita de estructuras estables con algún tipo de liderazgo. Así que dejémonos de autoengañarnos con el rollo retórico de “cero líderes”. Otra cosa es que ese liderazgo sea de naturaleza diferente al que nos tienen acostumbrados, o sea: distribuido, rotativo, facilitador, participativo, etc. De hecho, tal vez sea más revelador ver qué pasa cuando nos empeñamos en no reconocer espacios formales para el liderazgo. El efecto es contraproducente, el contrario al que se buscaba: generamos un “liderazgo opaco” que al no ser reconocido se dedica a conspirar y nunca rinde cuentas. Pero él sigue ahí