Escribiendo esto seguramente voy a enfadar a más de uno/a. Lo veo venir así que voy preparando la yugular. Conozco a gente muy competente, algunos que considero amigo/as, que aman las charlas TED y que incluso las organizan. Siento mucho respeto por su trabajo porque sé que lo hacen con pasión y echan un montón de días para que esos eventos queden bien. Después la gente suele salir contenta y eso ya debería ser suficiente. Así que lo que opino aquí tiene bastante poca importancia. A pesar de mi aparente rotundidad, reconozco que es una observación subjetiva y necesariamente sesgada porque parte de mi propia experiencia, como no podía ser de otra manera.
He sido ponente de un TEDx Talks una sola vez y mi experiencia fue estresante, a pesar de lo bien que me trataron los organizadores. Nunca me sentí cómodo con el formato, ni disfruté del proceso, ni guardo de aquello un buen recuerdo. A partir de entonces, y como procuro ir sólo a donde me siento bien, he rechazado varias invitaciones para hacer de ponente en los TEDx echando mano de pretextos de todo tipo. En aquel entonces, escribí esto sobre la experiencia vivida en el evento:
“Siento decir que no soy muy fan de los TEDx porque me parece un formato rígido y muy poco participativo. Está montado como una pasarela de conferenciantes sin intervención del público, ni siquiera para preguntas. Esta rigidez se hace aún más fatigosa cuando entra en juego el rollo de la marca/franquicia, teledirigida desde California, que deja un margen nulo a los organizadores para imprimirle su sello o recrear el guion pre-establecido. Para rizar el rizo viví de cerca una incidencia organizativa de última hora, que no voy a desvelar por discreción, y que lleva al límite del absurdo la ortodoxia con que a veces se pretende vigilar la imagen de una marca-evento bajo el manido argumento de cuidar una pureza mal entendida. Creo que hay cosas mucho más importantes en la vida que andar persiguiendo a quienes ponen un fotograma de una película en una presentación u organizan una rueda de prensa antes de un evento. Y los dogmáticos protocolos fiscalizadores de TED no son un hecho anecdótico, ni aislado, sino un ejemplo más del espíritu cerrado y asfixiante con que se mueve la dictadura de las marcas y del copyright, incluso para un evento como TED que ha hecho tanto (y bien) por la socialización del conocimiento”.
La fórmula TED funciona, ¿quién puede negarlo? Son 18 minutos para resumir “ideas que merece la pena propagar”. Es entretenido y espectacular, pero el formato constriñe en exceso la elaboración del mensaje y a menudo obliga a simplificarlo, también en exceso. Vale que simplificar puede ser algo muy sofisticado, pero digerir pildoritas de 18 minutos, una tras otra, puede convertirse en un ejercicio superficial. Un show del que sales eufórico, pero donde la comunicación se convierte en un fin en sí mismo, y uno a veces tiene la sensación de que la venta de la idea es lo que más importa. No es la idea lo decisivo, sino la puesta en escena.
El sociólogo norteamericano George Ritzer acuñó en 1993 el término “McDonaldización” para referirse a una sociedad que tiende a procesos que priman atributos como los de: 1) eficiencia: emplear el método más eficaz y directo para cumplir una tarea, 2) previsibilidad y control: servicios y comportamientos normalizados, uniformados bajo un estándar riguroso, 3) cuantificación: usar recursos exactos para lograr una meta predeterminada. La McDonaldización se basa en fijar un método que es completado siempre de la misma manera para producir un resultado totalmente predeterminado. Su premisa básica es el control de un proceso calculado al milímetro en búsqueda de un objetivo, que es en buena medida lo que hace en la práctica el código-TED.
Lo paradójico de la McDonaldización que a mi juicio están produciendo los TED talks es que la parte más emocional de ese código (“cuenta historias que emocionen”) se convierte en una intención racionalizada, o sea, buscada como estrategia. El formato McDonald consiste precisamente en racionalizarlo todo. El código TED hace lo mismo en cuanto al molde que obliga a respetar, que busca maximizar la eficacia y eficiencia del mensaje del ponente en detrimento de la improvisación y la espontaneidad. Sé que la retórica-TED no dice eso, y que cualquier promotor de un evento TED va a decirte que nunca pretenden eso, incluso que estimulan lo contrario, pero el resultado es el que es: si quieres comunicar un mensaje óptimo para TED tendrás que aprendértelo de memoria, ensayando mil veces un texto prefabricado y medido por reloj, lo que vacía de emoción la experiencia de contar algo, al menos para personas como yo que no somos comunicadores profesionales, ni vendedores de productos cosméticos. Puede que el resultado sirva para la venta a gran escala de una idea (a través del vídeo que se difunde), como ocurre siempre cuando se enlatan cosas, pero sigo pensando que por el camino se pierden demasiadas cosas.
Cada vez desconfío más del espectáculo. Una charla cronometrada y ensayada decenas de veces no es un relato autentico. Es fabricado por diseño. El resultado de un guion blindado puede ser impactante pero corre el riesgo de quedar encartonado. Me gusta más el formato conversacional, en el que se producen sorpresas por preguntas inesperadas y donde es imposible que el ponente domine totalmente el relato y lo prefabrique. Lo más interesante casi siempre viene de esos giros fuera de guion que obligan a la ponente a ser sincera porque no tiene tiempo para elaborar la respuesta perfecta.
#Yoconfieso que, como a Christian Salmón en su crítica al Storytelling, el mandamiento-TED de “cuenta historias que emocionen” me pone muy nervioso. Como alternativa diría que, en todo caso, lo que tiene que hacer un/a ponente es buscar historias que le emocionen a él o a ella, y ya veremos si emocionan a los demás. Pero plantearse como objetivo emocionar es forzar las cosas y no suele ser una pretensión que me guste.
Dice Ritzer que la McDonaldización, como sistema sobre-racionalizado, termina generando efectos irracionales. Un poco de esto nos está ocurriendo con el formato-TED porque empieza a colonizar los códigos generalmente aceptados de comunicación para convertirse en un pensamiento único que castiga la diversidad, y peor aún, la espontaneidad.
Por ejemplo, ahora se dan cientos de cursos y se venden como churros un montón de libros que pretenden extender el modo-TED de dar charlas a to quisqui. Esto amplía el riesgo de McDonaldización del código como molde universal de comunicación. De hecho, lo que me motiva a escribir este post es uno de esos libros que me atreví a leer estas semanas: “Hable como en TED: Nueve secretos para comunicar utilizados por los mejores”, de Carmine Gallo. En la contraportada del libro dicen esto: “Las charlas TED han redefinido las reglas para cautivar a cualquier auditorio” y se vende la idea de que TED ofrece los “secretos fundamentales para triunfar en cualquier exposición en público”. Este no es un mensaje aislado, de marketing puntual, sino la retórica de venta que está presente en el coaching moderno de comunicación que abraza “lo TED” como el referente ineludible.
Por otra parte, detrás de la socialización de la idea, que también, hay una obsesión soterrada por la tan llevada y traída “marca personal”. A veces parece un escaparate de efectismos que buscan impresionar mediante gestos y movimientos totalmente calculados que empiezan a parecerse demasiado entre sí porque responden a una pauta aprendida. Es el patrón TED que impone el estándar y castiga la variedad de formas de expresarse.
La elección de los ponentes y de los temas merecería un debate independiente. La parte que me gusta es que a menudo se intenta invitar a gente que ha hecho cosas, que tiene logros tangibles que mostrar. La que no, que la necesidad de alimentar el modo-espectáculo hace que exista un sesgo importante en los perfiles y un mensaje con contenido bastante superficial del tipo: “si quieres, puedes”, o sea, pretendidamente inspiracional pero bastante alejado del tipo de reflexiones con rigor y cadencia lenta que a mí me atraen.
Las reglas y directrices para obtener una licencia de los TEDx son corsés tremendos. Los organizadores tienen las manos atadas. Por ejemplo, entiendo que no tenga cabida en estas conferencias las charlas sobre religión o pseudociencias, pero ¿por qué no sobre política? ¿O es que la política, y las tesis políticas, no forman parte sustancial y decisiva de nuestra vida? La reflexión política (no necesariamente partidista) es saludable y nos hace mucha falta. Que los organizadores la supriman de la agenda aceptada poniéndola al mismo nivel que la religión o las pseudociencias dice mucho de esa intención tan cool de vaciar de contenidos controvertidos a los mensajes molones para agradar a más gente. Los dueños de la franquicia (sip, es una franquicia y tiene dueños) están en su derecho de hacerlo si no fuera porque después el código-TED se extrapola a otros ámbitos, se “escala” su lógica, tentando a otros organizadores de eventos a vaciar de política sus contenidos.
Procuro siempre ser honesto. Nada de esto es óbice para que me encanten un par de docenas de charlas TED. Pero me doy cuenta que en todos los casos que me gustan son ponentes originales que se atreven a traspasar las fronteras del código-TED con una identidad genuina. Eligen muy bien las tesis que defienden para que quepan en 18 minutos, para que se puedan contar muy bien y con el rigor necesario en ese tiempo tan corto. En todas las charlas que me gustan se da un patrón común: el ponente se dedica a profundizar con buenos argumentos en la pertinencia de la idea (incluso aportando datos) en vez de empeñarse en adornarla con “historias que emocionan”. Por esa razón son charlas en las que siento que no falta, ni sobra nada. Que vayan al grano, sin florituras, lo aprecio especialmente. Me encanta que transmitan conocimiento, “chicha”, y si tienen sustrato científico demostrable, más que mejor. En cambio, los sermones motivacionales en plan pensamiento positivo fast food (de estas hay muchísimas charlas TEDx) me aburren soberanamente, a pesar de que suelen ser los vídeos más visionados así que es probable que sea yo el equivocado.
Insisto, las charlas TED tienen su mérito. De hecho me produce cierto conflicto escribir esta crítica porque he sido consumidor de sus vídeos y los uso a menudo en mis cursos. Temo ser incoherente. Por eso quizás la clave está en discernir entre la posibilidad que ofrece TED para socializar ideas interesantes, como una iniciativa más de las que existen, y la intención de convertirlo en el modelo perfecto de comunicación. Me gustan los vídeos, cuando se comparten (y se traducen), pero mucho menos el espectáculo. Que se convierta en un código y una metodología que se replique sin criterio, ni espíritu crítico, es lo que me preocupa.
Lo que se uniforma termina aburriendo por previsible. Ningún molde totalizador me gusta. De hecho, creo que si seguimos así, llegará un momento en que no vamos a querer “historias que emocionan” y a aborrecer el molde TED porque entonces se ponga de moda la alternativa, o sea: el rigor, las estadísticas, las charlas largas y pausadas, o la conversación en vez de la conferencia magistral. Las historias que forzosamente se tiene que inventar la gente para transmitir la “emoción-TED” sonarán poco auténticas, y pediremos a gritos más conversación e ir al grano. Volverá la improvisación. Lo veo venir, y yo empiezo a buscar eso. Quizás sea ese efecto paradójico de la McDonaldización del código TED, digo yo