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Tres tipos de laboratorios de innovación: del aprendizaje al impacto

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POST Nº 715

Cuando hablo de «laboratorios públicos de innovación», tanto si son laboratorios «ciudadanos» (hacia afuera de la Administración) como «de gobierno» (hacia adentro), me estoy refiriendo a una metodología, a un enfoque transversal para impulsar la innovación de manera experimental y participativa. Se trata además de un concepto que también se puede aplicar en las organizaciones privadas, en aquellas que quieran apostar por dinámicas más distribuidas.

Por resumir, este dispositivo se reconoce, desde mi punto de vista, por estas cuatro características:

  • La colaboración entre todos los actores afectados por el reto/problema que se quiere abordar
  • La experimentación sin miedo
  • El trabajo por «retos» o proyectos, para aprender haciendo, con foco, mientras se resuelven problemas que afectan al bien común 
  • La dimensión de aprendizaje, muy presente como uno de los objetivos clave del proceso.

Esta es la metodología en general, pero existe una variedad enorme de estos laboratorios según el objetivo principal que se planteen. Insisto en que es importante entender y explicitar el propósito que más pesa para poder hacer una buena gestión de expectativas. Desde ese reconocimiento de la diversidad de modelos, intentaré explicar una de las muchas clasificaciones que se pueden hacer de estos dispositivos, basada en mi experiencia de trabajar en el co-diseño de estos laboratorios.

Visualizo, en principio, tres tipos, que responden a objetivos y modelos de funcionamiento muy dispares:

Su objetivo principal es el cambio cultural de los/as participantes, sea la ciudadanía, el personal que trabaja en la organización, o ambos. Están focalizados en el desarrollo de competencias y no en la solución finalista de retos de impacto. Trabajan con retos (pueden ser reales o ficticios) para «aprender haciendo» pero sus resultados no se miden por la capacidad que demuestren de resolverlos sino por el cambio que producen en las personas que pasan por ellos.

Al no poner el énfasis en la solución efectiva de los retos, no hay selección previa de participantes. Se despliegan a través de programas formativos más cortos y procuran llegar al mayor número de personas. En definitiva, son espacios de transformación cultural (co-responsabilidad, empoderamiento, aprendizaje participativo, etc.) y también del personal que asiste desde las instituciones (empatía, co-diseño abajo-arriba, emergencia, innovación abierta, efectos y cuidados, etc.).

La clave de este modelo al rendir cuentas es demostrar cuánto han cambiado las personas después de pasar por él. Esto se puede hacer mediante dos procedimientos, que son complementarios: (a) un mecanismo fiable que compare aCtitudes y aPtitudes antes de entrar y después que terminen, (b) dar seguimiento posterior al uso y transferencia de esas nuevas habilidades en proyectos participativos.  

Trabajan con retos sociales, públicos, de innovación para convertirlos en proyectos y avanzar en ellos lo más que puedan hasta conseguir prototipos «funcionales». Entran retos y equipos preseleccionados, que deben ser diversos e inclusivos. Su composición es cuidada para que reúna la mezcla de competencias, talentos, talantes y destrezas técnicas que necesite el reto, y también asegurando que en él están representadas todas las partes afectadas por el problema.

A diferencia del tipo de laboratorio anterior, este tiene un propósito finalista de solucionar retos, porque lo que busca es crear un ambiente que favorezca un alto rendimiento del equipo en la búsqueda de la solución. El resultado final es un «prototipo funcional», una especie de «producto mínimo viable», validado en un entorno controlado. Poner el foco en eso no es óbice para que a lo largo del proceso también se cuide la dimensión de aprendizaje, pero cabe insistir en que el propósito principal es finalista: dar con un prototipo que dé una respuesta eficaz al reto social/público que se ha encargado al laboratorio. Sabiendo esto, es fácil suponer cómo debe ser la rendición de cuentas de este modelo. No hace falta que me repita. 

Estos se sitúan en la parte final del «embudo», y su objetivo es convertir los «prototipos funcionales» en innovaciones implementadas en la sociedad y el sector público. En estos laboratorios trabajan juntas las personas que desarrollaron el prototipo validado (el obtenido como resultado del modelo anterior) con organizaciones sociales y entidades de la Administración interesadas en adoptar la solución. Es un entorno que busca implementar, replicar y escalar esa solución para conseguir el mayor impacto posible.

El bueno de Antonio Lafuente explica su modo de ver y la importancia de estos «laboratorios de impacto» en este artículo homónimo. He conversado con él sobre esa mirada que tiene de estos dispositivos, que me parece muy estimulante. A ver si podemos retomar esta idea juntos para impulsar algún proyecto concreto que la desarrolle más, porque este tercer modelo constituye una enorme carencia que tienen ahora la mayoría de los ecosistemas de laboratorios que he visto: viven atrapados en el eterno prototipo. Debo decir que todavía no conozco ninguno que cuide de verdad esta fase de maduración, siendo algo que recomiendo encarecidamente porque es lo que nos va a permitir que el impacto escale, y devuelva valor (realmente percibido) a la sociedad y las instituciones. 

Yo veo, en ese tránsito desde el primer tipo de laboratorio («de aprendizaje») al de «aceleración» y al de «impacto», dos grandes brechas que necesitamos cerrar. Yo le llamo «los dos precipicios», porque por ahí se cae todo. Sobre todo en el segundo, cuando hay que escalar un prototipo o una solución, y llevarla al mundo real para generar un impacto que se note.  

Estando absolutamente de acuerdo con la relevancia del APRENDIZAJE como eje identitario de los laboratorios, siento que el debate se tensa (y a veces genera desconfianza) cuando queremos revindicar la parte del IMPACTO. La manera de resolver esa tensión es entender, como bien dice Antonio, que son momentos distintos, y por eso digo que es bueno concebir laboratorios diferentes para cada uno de esos momentos, pero que existan los tres. Si seguimos contraponiendo “aprendizaje” con “impacto”, como si fueran incompatibles, generamos un efecto raro, recursivo y conformista. Algo así como «lo importante es participar», cuando para mí, con las expectativas que se generan en la asignación de fondos públicos, eso no es suficiente. Exigirnos impacto (y escalado) no perjudica la misión de aprendizaje si se abordan en momentos distintos, con el diseño específico que exige cada tipo de laboratorio.

Explicados los tres tipos, me gustaría insistir en que la lógica de diferenciar los dos primeros (procesos vs. resultados) no debe llevarnos a pensar que el aprendizaje y la solución de retos son objetivos incompatibles, o que se renuncia definitivamente a alguno de los dos. Se pueden conseguir en cierto grado ambos, pero siempre va a pesar más un objetivo o el otro, y así debe ser porque eso aporta consistencia en el diseño. Esto es, convienesaber si importa más el objetivo finalista de resolver el reto o el proceso de transformación cultural de los/as participantes.   Hay que ser claros con las expectativas, para que la rendición de cuentas sea coherente con ellas.

Según mi experiencia, a menudo el estrés por el impacto finalista mata el aprendizaje. Y al revés, regodearse en los procesos puede dispersar al equipo del camino más efectivo para llegar a la solución. Pretender los dos objetivos a la vez con la misma intensidad puede desdibujar la identidad de estos dispositivos, y que al final no se logre ni lo uno ni lo otro. Por otra parte, y esto es importante, mientras que el primero es más de «siembra», operando en la base de la pirámide para capacitar en lógicas de experimentación al mayor número de personas (mediante intervenciones más breves y escalables), el segundo es «de cosecha» porque busca convertir retos en proyectos que tengan un impacto finalista.

Otra motivación importante para separarlos es que, como me consta, la cultura de gestión, los tempos, las metodologías y las personas más idóneas para dinamizar cada uno de estos tres modelos son también bastante diferentes. Entender esto es absolutamente primordial.

Me gustaría aclarar, además, que estos tres tipos de laboratorios no tienen que ser necesariamente unidades independientes. Crear laboratorios especializados en alguno de los tres modelos es una opción que me gusta, porque eso reduce ambigüedad y aporta foco, pero también es válido apostar por modelos heterodoxos que hagan las tres cosas pero, insisto, en momentos y dispositivos diferentes. Esto quiere decir que esos tres modelos se pueden activar por distintos programas que impulse el mismo laboratorio. Serían programas o convocatorias que se lancen en diferentes períodos del año. Diría que es una estrategia que se despliega por tres carriles en distintas ventanas temporales.

Con esto termino: si diseñas o gestionas políticas públicas, trabajas en algún laboratorio de innovación como estos, has asistido a alguno o tienes alguna experiencia de colaborar con este modelo, te invito a que me compartas tu mirada en los comentarios. En el libro «Cómo impulsar la inteligencia colectiva» dedico una sección entera a lo que me gusta llamar «El reto del impacto», con recomendaciones de diseño que implican a los laboratorios.

NOTA: La imagen, generada por IA, es de Geralt en Pixabay.com. Si te ha gustado el post, puedes suscribirte para recibir en tu buzón las siguientes entradas de este blog. Para eso solo tienes que introducir tu dirección de correo electrónico en el recuadro de “suscríbete a este blog” que aparece a continuación. También puedes seguirme en Twitter o visitar mi otro blog: Blog de Inteligencia Colectiva.

La entrada Tres tipos de laboratorios de innovación: del aprendizaje al impacto se publicó primero en Amalio Rey | Blog de innovación con una mirada humanista.


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